Querida, estoy cansada de que me hables de hombres alados. Sí, ya sé, es una metáfora, pero una de las más fastidiosas. Un hombre camina, corre, huye, repta, a lo mucho se deja caer en algún vacío, pero volar...Sí, todos queremos volar, pero también todos queremos un montón de cosas que no pueden ser y no vamos por la vida alardeando la imposibilidad de nuestros deseos ¿o sí? Yo, por ejemplo, a veces quisiera ser un pez con dos ojos, unas branquias y no pensar, pero nosotros, los que llevamos un acuario en la cabeza lleno de criaturas multicolores y otros engendros, no tenemos la mínima intención de poseer unas protuberancias naciendo de los omóplatos, por mucho que nos entintemos las espaldas o las evoquemos. Seguro a algún científico loco se le ocurrirá instalarnos el sofisticado sistema y será con fines menos lúdicos que el placer de los aires. Así que, dejemos las alas y el vuelo humano a la poesía plastificada de los días de San Valentín o a las muestras empalagosas del romance.
Admiraré el vuelo de las criaturas hechas para ello, sus alitas más perfectas que mi visión, su despegue más diestro que el entendimiento y toda elevación se reducirá a sentir.
Gracias, tampoco quiero hablar de ángeles.