jueves, 22 de septiembre de 2011

REGATEO

¿Cuánto quieres?— preguntó mientras se alisaba la falda.
Trescientos grandes—dijo rumiando un chicle—de los verdes, mi reina.
¿De dónde es? preguntó la rubia sin acercarse demasiado.
De Colombia, de por el puerto- su lengua oscilaba veloz de una comisura a otra de sus labios.
La rubia, (que no lo era auténticamente), secó nuevamente sus palmas empapadas en los tablones de la falda.
Pues ya no lo piense mi señora, esta re-chulo, si viera el trabajo que nos costó traerlo.
¡Cállese!, no quiero saber eso, dijo apretando los ojos.
Una mujer tosca lo sostenía entre sus brazos. No hablaba. No se movía. Seguía con la mirada el intercambio entre el gordo y la rubia. No gesticulaba.
Mire, acérquese- insistió el hombre gordo escupiendo un poco.
Doscientos cincuenta, contestó la rubia sin dar un paso.
No—tajante—el hombre se dispuso a volver al auto. Hizo un gesto a la mujer tosca para que lo siguiera.
La rubia volteó a ver a uno de sus guardaespaldas, luego al chofer, pero ninguno tenía la mirada dispuesta. Desilusionada por no poder consultar con nadie, metió la mano al bolso dorado. Sacó una cajetilla de cigarros con filtro, importados. Se puso uno entre los labios, lo prendió temblando.
Güerita, güerita, vamos a ser sinceros, de aquí a que se le presente otra oportunidad como ésta, va a estar dificil.
Pero, ¿qué pasaria si?
Pues como quiera, hay muchos interesados, usted porque venía recomendada, pero—la tos y un gesto de fastido se mezclaron interrumpiendo la frase.
No, no, está bien—su voz se elevó— me lo llevo.
Perfecto.
El gordo enseñó los dientes podridos en una sonrisa lujuriosa- le va a salir bien bueno ya verá, no se va a arrepentir, ya todo esta arreglado, se lo lleva sin problemas.
La rubia sacó del bolsito un sobre de estrasa, en la punta asomaba un grotesco fajo de billetes. Estiró la mano, la depositó en un rápido movimiento sobre la palma del gordo cuidando no tocar su piel, no entrar en contacto con los gruesos dedos, la retiró bruscamente, la volvió a restregar en la falda.
El gordo contó paciente, billete por billete, humedeciendo el pulgar y luego el índice, mirando de reojo al hombre trajeado parado tras ella, éste a su vez había metido la mano dentro del costado derecho del saco, vigilaba tenso cada movimiento en el estacionamiento desierto.
La rubia tenía la mirada instalada en los brazos de la mujer, miraba como se mecían indiferentes.
El gordo hizo una seña con la mano: la mujer se puso en pie, se acercó a la rubia y ofreció los brazos.
El de traje se interpuso para recibirlo, para que no hubiera trampas.
La rubia apagó el cigarro con el zapato de piel de serpiente, abrazó su nueva adquisición y dió vuelta hacia la camioneta. El de traje esperó a que ella subiera, a que la pareja de negociadores también.
Desde la ventanilla del Camaro, el gordo gritó:
Salúdeme a su esposo, güerita, dígale al Licenciado, que cuando se le ofrezca.
Prendió el motor y se puso en marcha.
En la camioneta, la rubia, ya cantaba canciones de cuna.

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